En 1918 se vio la última batalla del capitán con su ejército, del capitán de Nacional. El héroe, llevaba meses en un segundo lugar. El todo es más que la individualidad, el rey lo supo, también su corte real. Al capitán le fue retirado su escudo a tan solo un año de la dura batalla en la que, como los griegos con Troya, terminaron con su acérrimo rival.
Qué difícil es saber que luchaste por tu gente tantos años, que cargaste victorioso ese escudo tan pesado, y, sin embargo, ver a otro ser condecorado. Condecorado no por ser menos que él, sino porque el escudo se otorga al que más argumentos ha dado. Un verdadero guerrero entiende estas decisiones, pero es diferente entender que aceptar. Uno no puede entender el amor, hasta que ve a un guerrero llorar por no ser más para la tropa nacional.
Las piernas no daban más, la gloria resultó para la persona que llegó después a la batalla, no para el que tuvo el honor de iniciar. En el centro del campo, donde Abdón combatió a sus contrincantes, regó su sangre apuntándose al pecho en el escenario de las grandes hostilidades, de la misma manera que Áyax lo hizo con la espada de Héctor.
Por los dichos de Ovidio, parece que
uno lo hizo por una mezcla de ira, decepción y vanidad. Por la misiva que
acompañaba al cuerpo del Indio, a él no lo mató un balazo, sino el amor a su
club y la tristeza de no poder seguirlo comandando.
Áyax era el Grande por su fuerza y su
brutalidad. El Indio se convirtió en grande por el romántico y enfermo cariño
que sintió al portar la cinta del Club Nacional.
Escrito por Enrique Macedo
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